Todos sabemos que el idioma castellano tiene una larguísima lista de palabras para identificar a aquellas personas que tienen una admiración mayúscula por ellos mismos, por sus logros, por su belleza, por el dinero que han conseguido reunir o por alguna razón que los hace -según creen- mejores que la mayoría de las personas.
A veces, se han destacado por unir numerosas cualidades positivas, que los han subido a un lugar muy difícil de discutir o de alcanzar por otros que intentaron lo mismo. La realidad política de buena parte del mundo actual, lo que significa ser actor o actriz popular en las pantallas de todo tipo, los deportes de alto nivel competitivo y mucha adhesión de la gente, reúnen profesionales que tienen una alta opinión de su mismos, si bien la gran mayoría navega dentro de la corrección, la humildad y las ganas de evolucionar sin molestar a casi nadie.
Cristiano Ronaldo cultivó desde muy joven esa egolatría, ese amor gigantesco por él mismo, admirado porque jugar al fútbol y hacer goles le costaba muy poco, que la carrera hacia la cúspide mundial se fue pavimentando con su talento, su trabajo físico y mental, su habilidad para superar rivales y vencer adversarios a puro gol, generándole una confianza absoluta en lo que podía hacer y creyendo que nadie lo podría anular.
Hoy, con cuarenta años cumplidos, sigue jugando y haciendo goles en una discreta liga del fútbol con el Al Nassr, el equipo de Arabia Saudita donde recaló hace un tiempo para jugar con menores exigencias y mayores ingresos económicos. Hace horas, nada más, el extraordinario portugués repitió algo que ya dijo muchas veces: “Soy el mejor de todos” y nos llevó a recordar varias frases parecidas en años anteriores.
Desde aquella “me silban porque soy rico, guapo y buen jugador, me tienen envidia” que desató críticas hasta de sus compañeros, pasando por “a mi equipo le doy un 9, a mí me pongo un 10…” cuando jugaba en el Real Madrid, hasta “soy el primero, el segundo y el tercer mejor jugador del mundo” que provocó risas y asombro.
No se escuchó, en otros tiempos, ni a Alfredo Di Stéfano, ni a Pelé, ni a Johann Cruyff, ni a Michel Platini, ni a Diego Maradona ni a Lio Messi decir ni la décima parte de las cosas que habitualmente repite el tremendo goleador portugués. Su impresionante cantidad de logros y su vigencia en la selección de Portugal -donde aprendió a moderar su egocentrismo un poco- lo siguen manteniendo allá arriba, donde acceden muy pocos.
Su discurso, su habitual desprecio por jugadores, jueces y periodistas, su decisión de ya no usar palabras correctas para mencionar a Pelé, a Maradona o a Messi, lo ubican en un limbo donde solamente existe él mismo. Sentado en un trono, mirando sus goles, sus formidables remates de media y larga distancia, sus festejos y las copas ganadas. Está solo, sin compañía, exclusivamente porque Cristiano Ronaldo lo quiere así.