No lo habíamos imaginado nunca, pero para abril de 1995 la ilusión estaba en marcha, porque nos habían designado junto con Wálter Nelson para viajar al mundial juvenil sub20 de Qatar. La Argentina se había clasificado en la altura de La Paz detrás de Brasil y no había dudas de que José Pekerman y su grupo de colaboradores entendían cómo conducir a los chicos que, en varios casos, ya habían debutado en primera división.
Fue un viaje diferente porque nos fuimos a Medio Oriente, a un exótico país artificial habitado por medio millón de personas y ubicado sobre el mar arábigo enclavado en el golfo Pérsico y donde apenas dos de cada diez habitantes habían nacido en esa tierra. Un país musulmán pero mucho más abierto que monarquías confesionales como la de su vecino Arabia Saudita o como Irán, que orienta otra variante religiosa, ubicado exactamente enfrente cruzando el mar en barco durante casi un día de navegación.
La Argentina no tenía embajada, Qatar afrontaba era su primera organización seria de alguna competencia mundial. Todos los partidos se disputarían en la capital (Doha) una ciudad castigada por el sol como todo el país, con un esfuerzo por convertir tanta arena en un lugar con árboles y una vegetación variada y mantenida con una dedicación enorme.
Tenía un estadio colosal llamado Al Khalifa, donde se iban a jugar los partidos que parecían ser los más importantes y por supuesto, las semifinales y la final. Había otras canchas, muy amplias eran dos estadios para quince o veinte mil personas, con eso alcanzaba en el pequeño torneo local, que estaba creciendo lentamente. El primer partido fue contra Holanda y fue un rival tan duro como se esperaba. Ambos tuvieron sus oportunidades, el empate en cero se veía venir, pero Andrés Garrone (Rosario Central) embocó el gol a un minuto del final y se ganó un juego clave para la clasificación.
El torneo tenía 16 equipos divididos en cuatro zonas de cuatro países cada una. En la segunda fecha llegó el partido con Portugal, otro cuadro poderoso que se quedó con la victoria por muy poco. Fue 1-0 y por esa razón había que ganarle a Honduras para clasificarse: fue duro y áspero, Diego Crosa (Newell’s) sufrió la fractura de la pierna derecha y eso asustó a muchos, pero el 4-2 final significó el pase a cuartos, con tres goles de Sebastián Pena (Argentinos Juniors) y la pena por el infortunio de Crosa, que a los pocos días viajó para la Argentina a recuperarse.
Mientras se desarrollaba el torneo –junto con Wálter hacíamos las transmisiones que se emitían por Canal 13 y por TyC Sports- nos acompañaban Héctor Figueroa como jefe técnico y Jorge Toto Edo como productor. La rutina era quedarnos en el confortable hotel que estaba junto al mar y tenía todas las comodidades, ir a las prácticas del equipo, pasear limitadamente por Doha y poco más. En el hotel convivíamos con colegas de otros países y un par de delegaciones.
Todo el asombro que nos produjo la selección de Camerún cuando aplastó a Chile por 6-3 y pasó a ser el rival argentino, se desmoronó cuando tuvieron enfrente al equipo de Pekerman. Fue un cómodo 2-0 y un fácil acceso a las semifinales donde esperaba España, con Raúl (pocos años después ídolo del Real Madrid), Morientes y De la Peña (otros dos cracks). Nosotros, los periodistas, seguíamos en el mismo hotel hospedados, sin bebidas alcohólicas, armando un partido de fútbol contra colegas de otras latitudes (perdimos por paliza pero la culpa fue del calor) y viendo la majestuosidad del Mar Arábigo con un agua verde transparente y los aviones de la flota estadounidense que surcaban el cielo qatarí yendo y viniendo desde Kuwait.
El campeonato se iba acercando a la definición. Brasil despachó con comodidad a Rusia por 4-1 y la Argentina despachó a España con un contundente 3-0, cuando en realidad los españoles hicieron un gran primer tiempo, convirtieron a Joaquín Irigoytía en figura con varias atajadas espectaculares y la respuesta argentina fue letal. Un resultado exagerado pero que no hizo más que darnos más certezas sobre el poder de juego y de fuego de los muchachos que José y su ayudante Hugo Tocalli habían formado. Un bloque sólido, con intentos audaces y un conductor como Ariel Ibagaza, cada partido más afirmado.
Ibagaza extrañaba mucho a su madre y la sensibilidad del cuerpo técnico hizo que en tiempos complicados para comunicarse con la Argentina desde Medio Oriente, le facilitaran al crack juvenil de Lanús la chance de hablar con ella. Cada vez que charlaba, su ánimo se retemplaba y crecían sus esfuerzos y sus ganas de ganar lo que jugara.
La vida en Qatar tenía un costado occidental, aunque las costumbres y rígidas cuestiones religiosas seguían funcionando. La dinastía que disfrutaba el poder había suavizado ciertas normas aunque no estaba permitido tomar alcohol –la trampa local era beber cerveza en latas de gaseosa o champagne en los hoteles más lujosos- y el interés por el mundial juvenil iba en aumento.
Para la parte final del torneo mi mujer Marisa llegó a Qatar, dispuesta a cubrir para Clarín la vida cotidiana de una familia qatarí. Pudo hacer sus entrevistas en dos casas de familias locales vinculadas al jefe de prensa del torneo, un joven muy amable y abierto, con la chance de mostrar sus costumbres y puntos de vista. Fuimos a una de las casas con la máquina de fotos y el grabador, pero a mí me dejaron en un salón con los hombres y Marisa accedió a la zona femenina, donde no tenían acceso a los canales internacionales de televisión como sí podían verlos los varones.
La nota, extensa por cierto, salió publicada en el diario con el título “Detrás del velo” y se pudo hacer porque el ingreso de mi mujer tuve que tramitarlo personalmente con la policía local y las autoridades del aeropuerto, ya que no era nada común que una mujer viajara sola a Qatar ya que según me dijeron, si venían en soledad era para contraer enlace con un habitante local…
En esos días donde los partidos eran más espaciados, nos subimos y anduvimos en los dromedarios, concurrimos al “camellódromo” para ver a chicos no mayores de diez años conducir a esos animales en carreras de 300 o 400 metros. Esa tarde, el juez Javier Castrilli se pegó un porrazo de aquellos cuando el dromedario que intentaba conducir lo tiró con un movimiento que no pudo adivinar. Por suerte no se lastimó.
Hubo un paseo en un antiguo barco egipcio por el Mar Arábigo, el grupo de periodistas argentinos –que no llegábamos a una docena- y otros colegas españoles y portugueses. Con ellos, el recordado delantero Antonio Valentín Angelillo, que había llegado desde Italia como ojeador de cracks, trabajando para el Internazionale de Milán. Charlamos un buen rato con Angelillo, uno de los jóvenes que brillara en el torneo Sudamericano de 1957 y fuera transferido rápidamente a Italia, donde se lució durante varias temporadas.
El 28 de abril se jugó la final. Lo transmitimos por Canal 13 y por TyCSports, mi canal que llevaba apenas seis meses de existencia. En ningún caso tuvimos la posibilidad de salir en pantalla por la sencilla razón de que no teníamos camarógrafo y tampoco se contrató a nadie en Qatar para hacer algunas imágenes previas o presentaciones. Desde Buenos Aires, Enrique Macaya Márquez nos recibía, dialogábamos unos minutos y empezaba el partido.
Aquella tarde-noche fue espectacular, porque los chicos argentinos eran los favoritos del público. En Doha y en casi todo el mundo árabe había veneración por Diego Maradona y lo que le había pasado el año anterior (1994) en la Copa del Mundo de Estados Unidos los convenció de un complot contra él y ese público –que odiaba mayoritariamente a EE.UU. por razones políticas y por las permanentes guerras que azuzaba (entre otros) aquel país- se puso del lado albiceleste, viendo que para la Argentina jugaba un número 10 morocho, retacón y muy habilidoso, casi un clon del propio Diego Maradona. Era Ariel Ibagaza.
Lo extraño para todos nosotros fue que enfrente estaba Brasil, habitualmente querido por el público de todo el mundo por su juego, su historia y la amabilidad de sus futbolistas, aunque más no sea para ganárselos antes de cada partido. Ocurrió lo contrario. La Argentina se puso en ventaja a los 26m gracias a una lujosa combinación entre Coyette, Ibagaza y Biagini que terminó el delantero de Newell’s cruzando un zurdazo bajo y esquinado, inatajable para Fabio.
Brasil atacó mucho, la defensa se lució (Lombardi, Pena, Sorín y Federico Domínguez), trajinó muchísimo Mariano Juan en la media cancha junto con Guillermo Larrosa y el resto trató de jugar, tocar, engañar al rival y hacer control de pelota. Cuando se sufría bastante, a menos de diez minutos del final llegó el gol de Panchito Guerrero (promesa de Independiente) que levantó la pelota por encima del arquero tras una gran cesión de Arangio desde la izquierda.
Fue 2-0, sorpresa primero, alegría desbordante, emoción, el enorme festejo de los chicos, del cuerpo técnico y de los familiares que habían venido hasta Qatar. A mí me valió doble, porque justo el día de mi cumpleaños 39 llegó el campeonato mundial juvenil. Cena con brindis, con canciones, con afecto entre todos. Un premio para un grupo conducido por especialistas que sabían exactamente lo que había que hacer, cuándo y cómo. Pekerman y su equipo.
Tardamos un par de días en volver, casi perdemos el avión porque estaba recontra súper vendido, finalmente viajamos hacia Frankfurt y llegamos con los minutos contados para ir corriendo por dentro del aeropuerto hasta el vuelo local que nos llevaba a París, donde subiríamos al avión que nos traía a Buenos Aires. Lo hicimos –corrimos como 600 o 700 metros- y como en las películas, nos dejaron pasar al nuevo vuelo justo cuando se cerraban las puertas. Nos sentamos, respiramos y 45 minutos después estábamos en París.
Un detalle: llegamos todos nosotros, pero las valijas se quedaron en Frankfurt. En Qatar tuvimos temperaturas superiores a los 35 grados y París nos recibió con 6 grados de temperatura. Las valijas llegarían 36 horas más tarde. En el medio, hubo que comprar alguna ropa para poder abrigarnos un poco. Después sí, la vuelta al país. Con el título en el bolsillo y la satisfacción del deber cumplido. Mejor, imposible.