Hace cuarenta años el básquetbol produjo un milagro que ilusionó al deporte argentino en medio de tanta oscuridad. En plena dictadura militar, después de haber ganado el mundial de 1978 en el Monumental y el juvenil de 1979 en Japón el fútbol se había robado todos los abrazos y alegrías posibles entre tanta horror. Sin embargo, hubo doce muchachos que en abril de 1980 hicieron algo inesperado, consiguieron un resultado que no estaba en los cálculos de casi nadie, salvo ellos mismos y sus familias.
La Argentina llegó a jugar el Preolímpico de 1980 llamado «Torneo de las Américas» con la expectativa de obtener la clasificación a los Juegos Olímpicos de Moscú, que se disputarían ese mismo año. Participarían siete selecciones y las tres primeras lograrían el pasaje para jugar en la remota Unión Soviética.
Tuve el privilegio de haber sido designado para cubrir periodísticamente semejante aventura, gracias a que desde hacía seis meses trabajaba en la revista Goles Match y me habían encargado cubrir el básquetbol. Todavía no existía la Liga Nacional (que llegaría en 1984) y después del Sudamericano ganado en Bahía Blanca ante Brasil, la selección se preparaba para el Preolímpico de buena forma, dirigida por Miguel Ángel Ripullone, el popular «Bala». Todavía recuerdo el asombro que me produjo cuando me dijeron que iría a Puerto Rico: tuve que gestionar de apuro el pasaporte, porque no lo tenía. Nunca lo había tenido. Con 23 años no había pensado en esa chance y lo primero que hice fue empezar a mimar la máquina de escribir que teníamos en casa.
Bah, en realidad mi viejo tenía y cuidaba una antigua Underwood de 1923, pesada y mañosa, pero que seguía siendo eficiente. Tanto él como yo éramos aficionados a escribir y nos llevábamos muy bien con la Lettera22, la portátil de la empresa Olivetti que podías llevar a cualquier lugar con su funda impecable. Mi viejo escribía poemas y también cuentos, textos de ocasión, opiniones. Siempre agradezco a mi colegio porque me permitió hacer un extenso curso de dactilografía que me habilitó para escribir con rapidez y conocimiento amplio del teclado. Todavía hoy lo sigo recordando, aquel curso de 1972.
Buenos Aires-Bogotá-San Juan de Puerto Rico fue el itinerario y el descubrimiento de una isla hermosa, con problemas sociales de todo tipo y una población dividida entre el apoyo a la causa independentista y otra buena parte que veía con buenos ojos incorporarse como estado a los Estados Unidos. La pelea se mantiene hoy, cuarenta años después y casi que hay dos mitades bien diferenciadas.
Los partidos se jugaron en el Coliseo Roberto Clemente, el estadio principal de San Juan, en un país que adora el básquetbol y que por esos años disfrutaba de los primeros boricuas que se calzaban la camiseta de Puerto Rico pero eran hijos de portorriqueños, porque ellos habían nacido mayoritariamente en Nueva York, Nueva Jersey, Filadelfia o zonas cercanas de la costa este norteamericana. Tenían un equipazo y eran los claros favoritos para quedarse con el heptagonal donde también asomaban como candidatos Canadá y Brasil. Después, para pelear, la Argentina y Cuba, un poquito más atrás México y finalmente Uruguay, con todo su amor propio.
El programa de partidos nos hizo debutar contra los locales, que nos ganaron 99-93 con algunos fallos arbitrales que nos perjudicaron. Fue el 18 de abril y se dio la lógica, más allá de los 25 puntos de José Luis Pagella y la buena tarea de los dos bases argentinos, Miguel Cortijo y Eduardo Tola Cadillac. Libres en la segunda fecha, el 20 de abril le ganamos con facilidad a los mexicanos (104-79) demostrando que había equipo para pelear la clasificación.
Una nueva caída ante Canadá (89-86) nos dejó mal parados, pero nos recuperamos ante Uruguay (97-86) y el 24 de abril llegó el partido clave para jugarnos la clasificación: Brasil, con Marquinhos, Marcel, Marcelo Vido, el temible tirador Oscar Schmidt y Carioquinha, llegaba golpeado tras haber sido vapuleado por Canadá, que aseguró su camino a Moscú. Y salió el partido perfecto: fue 118-98, la primera vez que un seleccionado argentino conseguía semejante cantidad de puntos en una época en donde todavía no existía el lanzamiento de tres puntos. El enorme Chocolate Raffaelli hizo 36, Luisito González se bajó todos los rebotes, el Tola Cadillac enloqueció a Carioquinha manejando al equipo e incluso le hizo un caño que provocó el enojo violento del base brasileño que intentó agredirlo, en fin que se sumaron actuaciones descollantes el Gurí Perazzo, los 23 puntos de Pagella, el esfuerzo de Jorge Martín y su talento para sorprender a la hora de encestar.
Eso sí, uno lo cuenta como hincha y estaba acreditado como periodista. Eran otros tiempos. Trabajando en una revista semanal como Goles, la cuestión era más compleja, porque cada entrega suponía una nota larga con varios recuadros y alguna entrevista corta, además de encomendarse al Altísimo para que los rollos de fotos llegaran en la conexión de vuelos desde la isla caribeña. En cambio, mandar los textos era realmente una odisea.
No eran tiempos de celulares ni de tablets ni mucho menos de notebooks. Había que escribir las 200 o 300 o 400 líneas en la querida Lettera22, por supuesto que con dos carbónicos para tener la nota por triplicado. Cualquier equivocación importante significaba romper la hoja y repetir la operación, porque ni siquiera se podía borrar o corregir con el bendito líquido blanco de moda años después. Después de tenerla lista, seguir el camino hasta la oficina de télex de alguna empresa estadounidense. Desde allí, entregar la nota para que una empleada la tipeara y la ingresa en su sistema con esa larguísima cinta amarilla que tenía agujeros y era pasada por el télex a la máquina que operaba en la oficina de la Editorial Abril, en Buenos Aires.
Todo eso, claro está, en el supuesto caso de que no hubiera demora con Buenos Aires y que hubiera alguien en la oficina porteña dispuesto a conectar el dispositivo para que el texto llegase. De allí a la redacción de Goles Match, las correcciones de los responsables de la edición y luego, finalmente, la publicación. Un vía crucis que salió bien, aunque recuerdo un par de dolores de cabeza en los dos envíos.
La historia tuvo dos finales. El feliz, fue que la Argentina alcanzó el tercer puesto porque después de vencer a Brasil, se sacó de encima a Cuba y a los brasileños no les sirvió de nada vencer a Puerto Rico en el último partido del torneo. Así se obtuvo –después de 28 años– la clasificación a un juego olímpico en el básquetbol. Ripullone y el asesor Ranko Zeravica (un entrenador muy prestigioso) hicieron lo suyo y los jugadores dieron todo: Cortijo, Raffaelli, Cadillac, Pagella, Cortijo, Martín, Luis González, Perazzo y también Carlos «Gallego» González, Carlitos Romano, Gustavo Aguirre y los dos chicos Gabriel Milovich y Mauricio Musso, pusieron sus energías y talentos al servicio.
El final infeliz fue que la dictadura argentina decidió plegarse al boicot que decretó Estados Unidos. El pretexto de la invasión soviética a Afganistán, que había ocurrido en 1979 sirvió para que la Argentina no llevara deportistas a Moscú, lo mismo que hicieron Canadá y Puerto Rico, un apéndice de EE.UU. En cambio, Brasil -otra dictadura «amiga»- no aceptó y resolvió reemplazar al equipo argentino que tanto había hecho para clasificarse. Cuba fue el otro representante de nuestro continente. Ranko Zeravica, el asesor del equipo nacional, condujo a Yugoslavia a quedarse con la medalla dorada en Moscú.
Fue una experiencia fenomenal en todos los planos y con un final de lujo. Lástima que la peor política se coló en lo que se había conseguido y nos dejó afuera de la fiesta olímpica. Lo padecimos todos, pero especialmente aquellos jugadores y cuerpo técnico que tuvieron la chance única de quedar en una historia aun más grande.