El 31 de octubre de 1937 se produjo un hecho histórico en el fútbol argentino. La AFA tenía tres años de existencia y no había podido conseguir que los árbitros argentinos lograsen la aceptación del público y de los dirigentes. Las sospechas por actuaciones que terminaban influyendo en el resultado, la disparidad de los fallos entre los clubes más grandes y el resto, las resistencias que tenían la mayoría de los jueces para sancionar faltas o cobrar penales en partidos importantes eran una falla que se advertía desde el periodismo y desde la propia dirigencia.
Incluso antes de que se creara la AFA (3 de noviembre de 1934) fue el presidente inglés de Ferro Carril Oeste, John Parsons, quien pidió por nota a las autoridades de la Liga Profesional la contratación de quince árbitros británicos para controlar los excesos que se producían en el fútbol argentino. Su pedido se materializó el 17 de octubre de 1933, pero no tuvo eco.
Con mayores problemas y la resistencia de jugadores y público a los árbitros locales, la idea de contratar un juez británico tomó cuerpo y se materializó en Isaac Caswell, árbitro de la liga inglesa, oriundo de la ciudad de Blackburn, con trece años de actuación en su país. El hombre llegó al puerto porteño en el buque «Asturias» y a los pocos días arbitró su primer partido, aquel 31 de octubre de 1937, cuando faltaban nueve fechas para la finalización del campeonato.
Caswell arbitró en la vieja cancha de River, en Alvear y Tagle, que sería desmantelada pocos meses después, dando paso al flamante Monumental en mayo de 1938. Su actuación conformó a todos, más allá del empate. Al día siguiente, en el diario La Nación se escribió que «la actuación de Caswell señala una excesiva diferencia con los jueces locales. La diferencia es netamente favorable al árbitro inglés. En lugar del excesivo y fastidioso uso del pito que hacen algunos, Caswell lo empleó poco, ya que dejó pasar infracciones que carecían de importancia.»
A los pocos días, el juez arbitró otro empate (Estudiantes 2, San Lorenzo 2) y al terminar el partido comentó que los jugadores perdían mucho tiempo cuando se caían o eran derribados, intentando impresionarlo. La fuerte decisión que transmitía Caswell de sancionar penales -algo muy resistido en el fútbol argentino- provocó una epidemia entre los jueces nacionales, ya que gracias a su determinación, aumentó sensiblemente el número de penales cobrados y el lento pero razonable acostumbramiento del público y del periodismo a esas sanciones.
Caswell dirigió por última vez en la última fecha del campeonato de 1939, la victoria de Huracán por 3-2 sobre Chacarita y se fue tras despedir el año en Buenos Aires, cuando ya la Segunda Guerra Mundial estaba declarada y los nazis habían invadido Polonia. El juez inglés dejó la Argentina envuelto en un aureola de respeto y aceptación. Y decidió alejarse porque la AFA pretendió rebajarle su sueldo de 750 a 500 pesos aduciendo problemas para cubrir los pagos, una excusa ridícula.
Sería un adelantado en once años a la llegada masiva de los árbitros británicos, que llegaron a la Primera División en 1948, cuando el gobierno del General Juan Domingo Perón los contrató, porque los incidentes y la violencia eran cada vez más frecuentes y nadie respetaba la autoridad de los locales. Nada nuevo bajo el sol. Allí logró restituirse la confianza en los jueces, pero algunos años después, ya sin ellos, todo volvió a ser como antes. La duda y la sospecha son características de nuestro ser nacional. Por lo menos, en el fútbol.